
El tesoro escondido
Recuerdo que de niño nada me emocionaba tanto como la posibilidad de, algún
día, encontrar la isla donde el pirata Barba Roja escondió sus cofres de oro.
Desde aquellos tiempos y hasta la fecha, Hollywood se ha encargado de irrigar
nuestra fértil imaginación lanzando decenas de películas relacionadas con
búsquedas de tesoros o persecuciones de objetos legendarios, como el arca de
la Alianza o el Santo Grial.
Una vez, unos amigos y yo, estuvimos varios días escarbando en un rancho
siguiendo las instrucciones de un supuesto vidente que aseguraba ahí habían
enterrado el tesoro perteneciente a algún rico hacendado quien, en tiempos de
la Revolución, lo escondió de los guerrilleros que arrasaban con todo a su paso.
Murió en una escaramuza sin haber compartido con nadie la ubicación. Por
supuesto que lo único que encontramos en esa ocasión fue pasar frío en las
noches y una divertida de antología.
Esa obsesión de la mayoría por querer encontrar un tesoro sin duda tiene parte
de su origen en la emoción por la aventura, el gusto por la sorpresa y la
atracción por lo desconocido que todos cargamos en nuestro ADN. Pero
también tiene que ver con la idea utópica de poder disfrutar de los placeres de
la vida sin tener que sacrificarnos por ello. El poder vivir con holgura sin la
necesidad de trabajar es algo que atrae a muchos.
Hace algunos días conocí a un matrimonio que, literalmente, encontró un
tesoro. La historia se remonta a hace más de cuatro décadas, cuando la pareja
aún no se casaba. Vivían en un ejido en la Laguna. No recuerdan bien las
razones, pero un cargamento de llantas usadas llegó al patio de él, quizá las
compró su padre para utilizarlas como combustible o como materia prima para
algún proyecto que se quedó trunco.
Ahí permaneció muchos años, utilizándose poco a poco según la demanda lo
requería. Hasta que un día le solicitaron con urgencia una refacción de ciertas
medidas. La encontró en el fondo del lote. Notó que la llanta tenía un doble
fondo y al quitarlo descubrió varios fajos de dólares escondidos. Era una
pequeña fortuna.
El júbilo que sintieron era indescriptible. Siguieron días muy felices hasta que
comenzaron a llegar los familiares a solicitar su tajada correspondiente,
disfrazada de préstamo, esos que nunca se devuelven. Esto, sumado al gasto
desmedido en banalidades de la pareja, agotaron en pocos años el patrimonio
descubierto. Desde entonces la familia vive con la misma estrechez que antes
de descubrir el tesoro.
Como dice Catón, solo hay un lugar en el que el éxito precede al trabajo, y ese
lugar es en el diccionario. Lo que fácil llega, fácil vuela. La verdadera riqueza
está en la capacidad de producirla y no en un golpe de suerte. La mayor parte
de quienes le pegan al gordo de la lotería viven una experiencia similar a la de
la pareja lagunera.
No hay nada de malo el que compremos un boleto de lotería o mantengamos la
esperanza de encontrar un cofre con monedas de oro, siempre y cuando
estemos conscientes que, aunque lo obtengamos, eso no nos dará riqueza y
mucho menos felicidad. Buscamos el tesoro escondido en todas partes menos
donde deberíamos: dentro de nosotros mismos.