Entre las sombras
El 9 de noviembre de 1989 el mundo, por un instante, contuvo la respiración.
Miles de hombres y mujeres derribaron un muro que durante 28 años dividió la
ciudad de Berlín, separando familias, ideas, esperanzas. De un lado, la promesa de la
libertad; del otro, la rutina del miedo. Aquella noche, los martillos resonaron como
campanas libertarias. Golpe tras golpe, los berlineses tumbaron no solo una muralla
de concreto, sino el símbolo de un sistema que había intentado esclavizar al ser
humano en el silencio y la miseria.
El muro había sido levantado por la Alemania comunista para impedir que su gente
huyera hacia el Oeste. Pero más que una frontera física, lo que se alzaba eran muros
invisibles: el muro del temor, del control, de la desconfianza. La Stasi escuchaba
detrás de cada pared, registraba cada carta, vigilaba cada palabra. Se vivía con la
sensación de estar siempre observado, de que pensar distinto podía ser un delito… y
lo era. En nombre de la igualdad, se prohibía la diferencia; en nombre del pueblo, se
callaba al pueblo.
Y no solo allí. En toda Europa del Este, el comunismo prometió justicia y terminó
ofreciendo terror y desgracia. La esperanza de un mundo sin clases se transformó en
un mundo sin voces. Los sueños de libertad eran censurados, y la creatividad
humana se marchitaba en los pasillos grises de la burocracia. Los regímenes que
juraron liberar al hombre, esos que derrumbaron las monarquías para instalar una
tiranía, lo encadenaron a la vigilancia y al cautiverio. Los muertos se contaron por
decenas de millones.
Por eso, aquella noche de noviembre fue una noche de redención.
Mientras las piedras caían, el aire se llenó de abrazos y lágrimas. Las familias se
reencontraron, los desconocidos se hicieron hermanos. En el ruido de los picos y los
gritos, el mundo escuchó un solo mensaje: ningún muro puede resistir para siempre
el derecho inalienable de la libertad.
La caída del Muro de Berlín fue más que un acontecimiento político; fue un punto de
inflexión, un amanecer moral, un parteaguas de la humanidad. Una consigna de que
los pueblos pueden ser oprimidos temporalmente, pero no sometidos eternamente.
Treinta y seis años después, otros muros siguen levantándose. No de concreto, sino
de odio, desinformación y fanatismo. Algunos se construyen en la mente, otros en las
redes, otros en los discursos demagogos que prometen igualdad a cambio de
obediencia.
La historia advierte que la libertad se pierde en silencio, gradualmente, paso a paso,
poco a poco, mientras creemos que aún la tenemos.
Por eso, en esta fecha, recordar Berlín no es mirar al pasado, sino al espejo. Porque
los muros más peligrosos no son los que se ven, sino los que aceptamos sin darnos
cuenta.
Y porque solo un pueblo que conoce su historia y mantiene viva su conciencia, su
pensamiento y su palabra, puede impedir que vuelvan a encerrarlo otra vez entre las
sombras.
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