
Todos perdemos
El asunto de los aranceles no es nuevo. Siempre han existido desde que los
países se constituyeron como tales y comenzaron a intercambiar bienes y
servicios. De hecho, los acuerdos comerciales sirvieron como pacificadores
naturales y mitigantes de conflictos. Como lo decía el célebre economista y
tribuno francés Frédéric Bastiat: “Cuando las mercancías no cruzan las
fronteras, los soldados lo harán”.
La teoría más aceptada del comercio internacional, que prevalece desde
entonces, establece que todos ganan cuando cada país se limita a producir los
bienes en los que es eficiente y luego permite el libre intercambio.
Los aranceles comenzaron a establecerse como una medida meramente
recaudatoria. Solo hace falta recordar que uno de los puntos en pugna entre
Benito Juárez y Santiago Vidaurri, allá en la Guerra de Reforma, fue el control
de las aduanas en la frontera norte ya que sus jugosos ingresos mantenían a
sus ejércitos.
Ya después, con la llegada al mundo de los economistas, se utilizaron como
estrategia de política fiscal e industrial, sobre todo cuando se quería proteger
alguna industria en lo particular.
En México, ente 1940 y 1980, impulsamos un modelo de sustitución de
importaciones basado en impuestos y cuotas. El motivo fue noble: buscaba
darle ventaja en precio a las empresas mexicanas que comenzaban a
desarrollar ciertos productos. Sin embargo, esto trajo consecuencias nefastas a
la infraestructura productiva de nuestro país. La falta de competencia nos dejó
obsoletos y nos hizo improductivos.
Cuando se cobra un arancel, los únicos que ganan son el gobierno, vía
recaudación y las empresas protegidas, aunque solo en el corto plazo, ya que
la falta de competencia elimina los incentivos de mejora continua e inversión.
Por el lado de los perdedores se encuentra el productor y vendedor del bien,
porque con un precio mayor caerán sus ventas, y sobre todo el consumidor
final, quien tendrá que pagar un sobreprecio o buscar una alternativa local, con
lo que se acotan sus opciones de consumo y se reduce su utilidad.
Los aranceles se justifican cuando tratan de corregir una externalidad o
equilibrar una situación de dumping. Por ejemplo, sería razonable que Estados
Unidos cobrara un impuesto a los bienes que importa de un país con medidas
anticontaminantes relajadas para contrarrestar las inversiones extraordinarias
de sus empresas en procesos amigables con el medio ambiente. Esa, incluso,
sería una política deseable porque genera los incentivos correctos.
Fuera de esa circunstancia, los aranceles solo generan distorsiones en los
mercados que los alejan de su óptimo y, tarde o temprano, los costos
comenzarán a calar en el sentir del ciudadano. Con los aranceles, todos
perdemos, comenzando por el que los pone.